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LA NEREIDA DE SICILIA Capítulo 1: Las Siete Islas

Actualizado: 6 may 2020



Tras atravesar el mar Jónico a toda velocidad, Aretha alcanzó Las siete Islas. En el trayecto hubo de calmar algunas olas, pues el mar estuvo agitado a causa de leves movimientos sísmicos. Cruzó entre los islotes de Cefalonia y Zacinto, e imaginó que eran gigantes esfinges, dispuestas a detenerla e imponerle un acertijo imposible de resolver, con la intención de impedir su paso y devorarla. Lejos de eso, la interrogaron con la mirada los miembros de una tranquila manada de focas monje que descansaban a pleno sol. Siguió nadando hasta el golfo de Patras, pasando por entre las penínsulas de Río y Antirrío, que quedaban a su derecha e izquierda respectivamente. Quiso hacerlo nadando por la superficie del agua, pues quería observar el pequeño templo de Poseidón, en Río, y dedicarle un pensamiento. Notó como el cálido viento proveniente del norte de África, pretendía, sin éxito, secar sus cabellos.

Habiendo llegado al golfo de Corinto, lo atravesó lo más rápido que pudo, hasta alcanzar la ciudad del mismo nombre; durante esa ruta, buceó algo más profundo, pues había visto que navegaban hacia ella, un gran pentecóntero, dotado de un amenazante espolón con forma de jabalí y varios barcos pesqueros pequeños a su alrededor, así que no deseaba inquietar sin motivo a los tripulantes de dichas embarcaciones. Le extrañó que a bordo del gran barco, el cual probablemente transportaría metales preciosos y otros materiales de lujo, uno de los aeronautas no vestía ropajes de marino ni de soldado, sino de cazador, pues no llevaba casco corintio, y sobre su espalda colgaba un arco y un carcaj con flechas. Dedujo que el arquero debía desplazarse a alguna región para cazar, y, quizá, siendo amigo de alguno de los tripulantes de alto cargo, subió a bordo.

A medida que Aretha se acercaba de nuevo a tierra, notó un pequeño tirón en su pelo; una cría de Caretta quería hacerse con una medusa atrapada en la red de su cabello. Ella misma se la facilitó y la tortuga la engulló de un trago, marchándose seguidamente aleteando y meciéndose en la corriente, con sonrisa agradecida. Las aguas se aturquesaban y ya se divisaban los espesos bosques de pino en tierra. Al sacar la cabeza del agua, respiró profundo; el aroma a vegetación era intenso, resinoso, similar al del incienso, en contraste al acre olor del mar y de las algas enredadas en su pelo. Pudo percibir cómo desde el norte se aproximaba un fuerte viento Meltemi, y se acordó de los navegantes. En menos de veinticuatro horas lo tendrían encima. Ella deseó que los marinos no tuviesen la intención de navegar mucho más allá de Las siete Islas, pues podría resultar arriesgado con ese viento huracanado.

Aretha tomó tierra por la rampa del diolkos, la calzada pavimentada de piedra caliza, que utilizaban los navegantes para cruzar sus barcos a través del istmo de Corinto, para después volver a ponerlos a flote en el golfo Sarónico, y continuar su travesía marítima. Mientras subía por la pendiente, lentamente, el agua le resbalaba por el cuerpo desnudo, dejándole un traslúcido tatuaje de sal, y un rastro de húmedas huellas quedaba atrás a su paso, sobre el suelo caliente; la áspera brisa comenzaba a secar su cabello, algunos pequeños peces que habían quedado atrapados en la red de su pelo aleteaban y daban bocanadas, otros conseguían saltar, y daban brincos en el suelo en un intento de alcanzar de nuevo el mar. Su largo cabello estaba adornado con un tocado de red de pescador, cosida con hilo de oro, hilado por ella misma, y una diadema de coral rojo, adornada con blancos esqueletos de estrellas de mar.

Una vez arriba, se fijó en el olkos, una plataforma de madera con ruedas, utilizada para trasportar las embarcaciones, que se encontraba estacionado a unos metros, y ya sujeto a ocho burros. Su vigilante, quien se encargaba de cobrar el peaje a los navegantes, estaba cerca. El hombre, que ya la había visto subir por la cuesta, se precipitó a arrodillarse en posición de alabanza; ella se acercó despacio, y se situó frente a él, apoyada en su tridente de bronce. El guarda, sin levantar la mirada del suelo, aspiraba el fuerte olor a océano de su piel, y admiraba la visión de sus hermosos pies, con uñas de nácar, frente a él.

—¡Eres Aretha, la nereida de Sicilia!—exclamó él, con cierto temblor en su voz—. Lo he sabido por tu red dorada. Eres Aretha, la que teje el hilo dorado, la que suspira en alto.

—No te equivocas mortal—contestó Aretha, con dulce voz—. He subido a tierra para cruzar al otro lado del istmo. Necesito un caballo y una túnica para cubrirme.

Acto seguido, la nereida abrió su mano, de la que brotó un puñado de aguamarinas, que cayeron a las rodillas del guarda, a modo de pago del peaje. El fiel mortal, no tardó en traer a la ninfa lo que requería para proseguir su viaje.


A su derecha, en la lejanía, alcanzaba a ver la muralla de las seis millas, que separaba Corinto del Peloponeso, tras de la cual, sabía que se encontraba la Fuente Pirene, por cuyo manantial fluye la esencia de una náyade amiga suya, llamada Crénide. <<Me gustaría visitarla>>, pensó, pero antes debía partir hacia el este, rumbo a Naxos y más adelante, dirigirse a Atenas, pues la esperaban en el gran templo de Poseidón para asistir a un ritual de sacrificio sagrado. Así que, tras vestirse con la túnica, cabalgó hacia la costa opuesta, al otro lado del istmo de Corinto, por un camino de tierra paralelo al diolkos, conocido como El camino de la Voz dormida.



Imagen: detalle mosaico Villa romana de Salar (Granada)

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