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Flores de calabaza




Se abrían las puertas del restaurante. Al acceder a él, inmediatamente se podía percibir su sofisticación. Una decoración suave a la vez que creativa y un elegante servicio. La melodiosa música ambiental, era casi imperceptible; pues se fusionaba con el murmullo de los clientes, acomodados en mesas de oscura madera, circulares, de manera muy espaciada, por los distintos salones. En el aire se entremezclaban prometedores aromas: pan recién horneado, humeante brasa, especiados guisos...El sumiller visitaba alguna mesa, haciendo recomendaciones y ofreciendo catas de vino y maridajes. Los camareros iban de aquí a allá, sirviendo con delicadeza las copas; algunos vinos fríos y espumosos, otros verdes o rosados, otros tintos, a veces champán.


El establecimiento estaba estructurado de tal forma, que, en el centro de su sala principal, estaba situada la espléndida cocina, a la vista de los comensales, quienes podían admirar las provisiones, bodega e ingredientes, así como a los cocineros y al chef de cocina, llevando a cabo preparativos; deliciosos platos, ensaladas, sushis, panes, degustaciones y postres. Encima de las pulcras mesas de la cocina, fuentes con grandes ostras frescas, bajo un lecho de minúsculos cubitos de hielo y acompañadas de finas rodajas de limón; jarras de cristal, llenas de cristalina agua con frondosas matas de perejil; enormes cestas rectangulares de mimbre contenían cebollas, otras, peras, grandes tomates rojos, más allá patatas. Hermosos utensilios de cocina de cobre andaban repartidos por los fogones; sartenes, ollas, cocteleras y espumaderas. Cada cocinero o cocinera realizaba con apasionada entrega, su específica tarea. Uno derretía pegajoso caramelo; otro amasaba pan; otra cortaba jugosas y delgadas lonchas de jamón de dehesa; otro aplicaba el soplete sobre algunas pequeñas piezas de nigiri de salmón, dotándolas de un apetitoso tono dorado; otra disfrutaba de la magia química de la aglutinación en esferificaciones de aceite de oliva, creando un caviar dorado. El chef revisaba los platos principales que salían de cocina, dándoles el toque decorativo final, con flores de violeta y capuchinas; cebollino picado y sésamo tostado; gotas de salsa de soja o verde aceite de oliva...


El chef tenía un gusto exquisito, aquel restaurante era como su segundo hogar, allí se sentía como en su casa, y en cada rincón se respiraba su filosofía y su personalidad. Tenía tal amor por la belleza visual y aromática, y, estaba dotado de una delicadeza tal, que en algunos de sus pequeños ratos libres, se encomendaba a la actividad de realizar arreglos florales con los que adornaba estratégicos espacios del restaurante. De eso modo se observaban hermosas decoraciones florales realizadas con la combinación de hojas de mango y flores de calabaza, estéticas ramas de olivo secas con floraciones de aloe, etc., utilizando las más pulidas técnicas del arte japonés del Ikebana, o arreglo floral. Con toda probabilidad, aquel chef, cocinaba y decoraba sus platos con la misma sensibilidad con la que decoraba el paisaje de su restorán.


En la planta inferior del restaurante, junto al almacén, había una pequeña habitación muy iluminada, pues daba a un jardín a través de un gran ventanal. El jardín tenía un aspecto enormemente cuidado; en él abundaban las plantas aromáticas, albahaca, orégano, cilantro, romero; plantas con flores de diversos colores, hibiscus, tuipanes, geranios, lavanda y algunas otras verduras y frutales como calabaza, cayena, aloe, cherrys y fresas. En una de las esquinas del jardín, había una pequeña casita de madera con una sola habitación, que servía a modo de taller. Era el chef el que más tiempo cuidaba del jardín, y el que utilizaba aquel taller para realizar los arreglos Ikebana. La habitación era sencilla y sobria, una gran mesa de madera central con un alto taburete, y algunas estanterías en las paredes. Todo estaba muy limpio y ordenado, pero encima de la mesa había varios trabajos en desarrollo, con sus correspondientes herramientas alrededor: pequeñas tijeras podadoras; rastrillos; alambres; brochas; un par de teteras llenas de agua fresca, varios kenzan (una especie de plataformas pesadas con pinchos puntiagudos en los que se sujetan las ramas y tallos) de distintos tamaños y formas; altos jarrones de bambú, otros de porcelana, para el estilo moribana; bandejas de madera y de cerámica, para el estilo nageire. Grandes cestas de mimbre colocadas en el suelo contenían varios troncos y ramas secas de mediano y pequeño tamaño. Cuando el chef se disponía a realizar un arreglo, lo primero que escogía era el recipiente. El estilo de Ikebana que más le gustaba hacer era el moribana, aquel en el que los materiales se acoplan en un recipiente plano, de manera tridimensional, y en el que resalta la belleza, el volumen y el color. Tras elegir una bandeja de bambú color nogal o un plato plano de cerámica gris, salía al jardín para elegir las ramitas, hojas, semillas, frutos y flores que podaría para adaptarlas a la potencial obra de arte. Combinaba y colocaba las plantas de tal manera, que parecían una nueva especie vegetal nunca antes vista. Con ayuda de alambres situaba las ramitas y tallos en posiciones inverosímiles, que desafiaban la gravedad. Los resultados eran siempre armoniosos, y daban una imagen como de cuento de fantasía, como de acuarela viva. Cuando al chef le gustaba mucho el resultado de alguno de sus arreglos, lo subía con él al restaurante, y lo colocaba en alguna repisa, en la que pudiera observarlo fácilmente mientras trabajaba. Cuando algún cliente quería hacerse una fotografía con él, se encargaba de que se colocaran delante del último Ikebana realizado, para que apareciese también como fondo del retrato.


Sus habilidades básicas para introducirse en el arte floral, las aprendió por primera vez en un viaje vacacional a la Prefectura de Okinawa, en Japón, hacía unos años. Visitó varias de las islas Ryūkyū, y finalmente decidió quedarse en la pequeña isla de Izena, o Izenajima en japonés, una larga temporada, es decir, todo un verano. Los primeros días se alojó en un hotel, pero cuando tomó la improvisada decisión de quedarse durante más tiempo, pues se había prendado del lugar, no le fue difícil alquilar una pequeña y humilde casa, en la que se quedó a vivir durante su estancia en la isla, que no era más que un tranquilo poblado de pescadores y agricultores. Los mismos pescadores se encargaban también del cultivo de algas, sobre todo la variedad de mozuku, alga endémica, en las costas de la isla. Resultaba curioso para el chef observar bajo el mar, a no mucha profundidad, aquellas largas filas de plantaciones de alga, que guardaban idéntica estructura que las plantaciones de verduras en la superficie de la tierra. Los familias de pescadores hilan cuerdas a las que unen semillas del alga y colocan en el fondo marino, a muy poca profundidad, donde la luz las ayuda a crecer rápidamente. En tiempo de cosecha, se hace la recolección con ayuda de un bote que flota por encima de la plantación, y grandes aspiradoras que absorben el nutriente producto.


Los primeros días de estancia en la isla, mientras aún se encontraba alojado en el hotel, se dedicó a pasear por los caminos del poblado, de las costas y de los campos. Las calles olían a algas, a mar y a salsa de soja, que prácticamente huelen igual. Todas las casas eran bajas y con jardín, rodeadas de un muro bajo con una entrada abierta, dotada de una pequeña columna a cada lado, la mayoría de las veces adornada con un par de shisa (figura de león protectora del hogar), algunos, sentados, otros agazapados, otros en verdadera posición de juego. Muchos de estos muros estaban realizados con bloques de cemento, pero otros, con las propias piedras de la isla, de origen marino, algunas incluso coralinas. Blancos esqueletos de erizo de mar y de conchas marinas se secaban al sol. La puerta principal de la casa muchas veces estaba abierta, dejando correr la brisa, cubierta con la típica media-cortina noren para preservar la intimidad del interior del hogar. Las ventanas estaban todas reforzadas con listones de madera, para proteger los vidrios de los tifones, que son frecuentes en agosto y septiembre. Algunos tejados reforzados con pesados sacos de arena, para evitar su levantamiento. Él deseaba que no fueran muy agresivos aquellos tifones si acontecían durante sus vacaciones allí. Ropa tendida en los cordeles, abuelas pescadoras sentadas al fresco en el umbral de sus casas. Todo estaba rodeado de vegetación, campos de cultivo, parques infantiles, zonas de descanso.


Pronto el chef, aunque no hablaba casi nada de japonés, se familiarizó con la isla y con sus habitantes. Encontró una casa deshabitada y se puso de acuerdo con su dueño, un pescador, para alquilársela por unos tres meses. En menos de dos semanas, ya era un isleño más. Salía de pesca con otros hombres, cosía redes y mariscaba con las pescadoras, ayudaba en la plantación y cosecha de cebollas, batatas y arroz, absorbía algas desde el fondo marino, como cualquier otro buen granjero y sobre todo, lo que no se podía obviar, aprendía a cocinar y apreciar los más típicos platos de la gastronomía de Okinawa. En otros ratos libres, se dedicó al aprendizaje de actividades más artísticas, pero no menos artesanas, como la caligrafía japonesa y el Ikebana.


Y cada vez que, mientras revisaba y decoraba los platos que salían de cocina hacia el salón de su restaurante, observaba su último Ikebana, con ramitas de laurel, o flores de calabaza, y se transportaba a la isla de Izena en Okinawa, con sus algas y sus shisa, y su intenso olor a mar. 

Imagen: Fotografía época Meiji, cortesía de la Biblioteca de Nueva York.

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